Drama en prosa, novela de antítesis… Nunca le han faltado elogios, todos merecidos sin duda alguna, a El hombre que ríe (1869). Victor Hugo la escribió en Bruselas, durante el último periodo de su exilio belga. Inspirada por la misma inquietud social que Los miserables (1862), según se dice, su autor la consideraba la mejor de todas sus piezas. Localizada en la Inglaterra de la reina Ana (1702-1712), sus páginas, de ambiente denso, nos hablan de la triste experiencia de Gwynplaine, un par del reino. Secuestrado por los saltimbanquis que robaban niños cuando él lo era, sus raptores, siguiendo una perversa costumbre de la época, practican en el rostro de sus pequeños cautivos unos cortes —en la comisura de los labios— que, una vez cicatrizados, dejan en su cara una mueca con trazas de eterna sonrisa. Así de graciosos, les ponen a animar sus espectáculos ambulantes. Esa fue la suerte del pequeño Gwynplaine.
Desde que supe por primera vez de El hombre que ríe, la tengo en lo más alto del florilegio de las ficciones a las que rindo culto. Su primera versión cinematográfica, estrenada por Paul Leni en 1928, es uno de los títulos fundamentales del silente, rayano en altura a El jorobado de Notre Dame (Wallace Worsley, 1923 ), El fantasma de la ópera (Rupert Julian, 1925), o Garras humanas (Tod Browning, 1927), por centrarnos en las historias protagonizadas por gente de fisonomías bizarras.
"A Peter Lorre lo maldijo su primer personaje, uno de los más perversos y despiadados que se hayan visto en una pantalla: Hans Beckert, el asesino de niñas más conocido como M, el vampiro de Düsseldorf"
Ya habrá tiempo para hablar de El hombre que ríe —en sus dos formatos— con todo el detenimiento que se merece. Hoy me ocupa otro tipo de extraña mueca, también esculpida de forma indeleble en un rostro: el del gran Peter Lorre. Maldito en buena medida por sus ojos saltones, su cuerpo —pequeño y abombado— y su piel sudorosa, los comentaristas anteriores a la corrección política decían que tenía “aspecto de sapo”.
Teniendo yo por norma aquel adagio referente al engaño de las apariencias, creo que —más allá de su careto de villano— a Peter Lorre lo maldijo su primer personaje, uno de los más perversos y despiadados que se hayan visto en una pantalla: Hans Beckert, el asesino de niñas más conocido como M, el vampiro de Dusseldorf, título con el que Fritz Lang nos contó en 1931 esta historia.
Anterior a la que despertaron los asesinos del Reich que iba a durar mil años —que en realidad fue la exacerbación de esta constante—, en Hollywood la tradición de odiar a los teutones se remonta a The Little American (Cecil B. DeMille, 1917), cinta en la que Mary Pickford —entonces la novia del país entero— sufría y se enfrentaba a los rigores del Kaiser Guillermo II, que condujo al mundo a la Gran Guerra, de modo que a Peter Lorre, como a todos los alemanes —centroeuropeos incluso— que no demostrasen de forma inequívoca que no eran malos, ya gustaba odiarlos tanto como a Erich von Stroheim incluso antes del éxito en la cartelera estadounidense de M, la última cinta alemana de Lang.
Ante semejante prejuicio, nadie reparó en que la horrenda criatura incorporada por Lorre era un tipo angustiado por su propia monstruosidad. Y, lo que es menos sorprendente, se condenó al actor por aquel personaje.
"No faltaron húngaros entre otros centroeuropeos que, habiéndose sentido extraños en el Viejo Continente, siguieron siendo extraños en aquel paraíso que era la ciudad de Los Ángeles"
Él, consciente de que su destino era recrear villanos, de aparición reducida a unos minutos en el metraje total de la película, se esforzaba para dar cuenta en tan poco tiempo de la perversidad de sus malvados. Merced a esta mecánica, las audiencias se complacían en odiarle, aún más, cada vez que le veían. Así surgió el Joel Cairo de El halcón maltés (John Huston, 1941) o el Ugarte de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), dos de sus malotes más recordados por el común de los espectadores. La morfina, que consumió durante la práctica totalidad de su estancia en Hollywood para calmar los dolores que le producía la vesícula, dio a su villanía ese aire melancólico. Pero eso es accesorio. A Peter Lorre se lo maldijo por su fisonomía y su primer personaje.
Puede que fuera Jim Jarmusch quien tomó el título de Extraños en el paraíso (1984) —la cinta que convirtió a este realizador en uno de los favoritos del circuito de la versión original, mediados los años 80— del admirable estudio homónimo —sobre la diáspora de cineastas centroeuropeos en Hollywood que en 1933 provocó el ascenso al poder del nazismo— publicado un año antes por el profesor de Historia del Cine en la Universidad del Sur de California, John Russell Taylor. Desde que sus responsables, T&B Editores, me obsequiaron en 2004 su primera traducción española, he tendido a pensar que fue al revés, hasta que, al volver ahora sobre el texto teniendo también presente el argumento de la película, empiezo a considerar todo lo contrario. Por otro lado, hay una concomitancia en el asunto de ambas propuestas, que hace que la coincidencia de los títulos sea más que la mera gracia. Eva (Eszter Balint) es una joven húngara que se traslada a Estados Unidos, a Cleveland, el paraíso. Y no faltaron húngaros —Michael Curtiz, sin ir más lejos— entre otros centroeuropeos que, habiéndose sentido extraños en el Viejo Continente, cuando éste ya se preparaba para los nuevos horrores, siguieron siendo extraños en aquel paraíso que era la ciudad de Los Ángeles que los transterrados conocieron.
"Aquella huida de Europa cuando se vio venir a la Wehrmacht, no sólo resultó ser determinante en el esplendor del Hollywood clásico. También fue la piedra angular de esa excelencia académica de la universidad estadounidense".
Marlene Dietrich, Edgar G. Ulmer, los hermanos Siodmak, William Dieterle, Conrad Veidt —el intérprete de Gwynplaine en la adaptación de Leni—, Fritz Lang, Bela Lugosi, el propio Paul Leni, Billy Wilder por supuesto… Unos llamados por Carl Laemmle para dar lustre a la Universal con lo más granado del expresionismo alemán, otros huyendo de los nazis por sus orígenes hebreos o su pasado político, pero menudearon los centroeuropeos resueltos a poner en California tierra de por medio entre ellos y los nazis.
No todos tuvieron la fortuna de Lang o Wilder, que en Hollywood habrían de realizar algunas de las filmografías más brillantes de la pantalla clásica estadounidense.
En aquella diáspora, con tan solo un poco de manga ancha y ya con la guerra a punto de declararse, también podemos incluir a algunos franceses —Jean Renoir, René Clair, la actriz Michèle Morgan— e incluso ingleses como Alfred Hitchcock. Más aún, aquella huida de Europa cuando se vio venir a la Wehrmacht, no sólo resultó ser determinante en el esplendor del Hollywood clásico. También fue la piedra angular de esa excelencia académica de la universidad estadounidense. Thomas Mann, Aldous Huxley, Bertolt Brecht, Christopher Isherwood y tantos otros escritores que, huyendo de la guerra en Europa encontraron trabajo en los campus estadounidenses, dieron a sus centros ese prestigio que, todavía, mantienen.
"Lorre, que en los escenarios de la República de Weimar fue uno de los más aplicados intérpretes de Bertolt Brecht, se vio convertido en un villano caricaturesco"
Sin embargo, entre tantos aplausos y laureles no faltaron los estigmatizados. Veidt —que también fue Cesare, el pelele de Caligari en El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920)— murió prematuramente. Así, su carrera, que pudo haber sido tan larga como la de Claude Rains, su compañero de reparto en Casablanca, quedó reducida a cuanto le dio tiempo a hacer en sus tres años estadounidenses.
Marlene Dietrich, al volver a Alemania tras la guerra, fue recibida como una traidora por sus compatriotas y se instaló en Francia para vivir el retiro en el que languideció durante sus últimos treinta años. Lorre, que en los escenarios de la República de Weimar fue uno de los más aplicados intérpretes de Bertolt Brecht, se vio convertido en un villano caricaturesco, parodiado en los Looney Tunes, donde el Pato Lucas y Bugs Bunny le golpeaban vilmente para regocijo de cuantos amamos esos dibujos de la Warner.
Húngaro de nacimiento (Rosenberg, 1904), Peter Lorre creció y fue educado en una escuela alemana de Viena. Tras un periodo como empleado de banca, Lorre se hizo notar en los escenarios de Berlín y Zúrich cultivando el psicodrama de Jacob Levy Moreno. Un mínimo apunte sobre esta técnica, consistente en la creación de roles dentro de un grupo, puede darnos una idea de cuánto calaron en el subconsciente de Lorre sus perversas creaciones. Raro es el intérprete que nunca se ve afectado por la psicología de sus personajes. Desde luego, Lorre no fue la excepción a dicha regla.
"Aunque tenía serios problemas para hablar inglés, trabó amistad con Hitchcock, y el Mago del suspense le confió el Abbott de la primera versión de El hombre que sabía demasiado"
Tras aquel primer trabajo con Lang, fue maldito por los nazis, quienes —además de saberle judío— se vieron representados en ese “asesino entre nosotros” al que se aludía en la propaganda de M. Aun así, antes de partir para el exilio, tuvo tiempo de dar vida a Johnny el fotógrafo de IF1 no contesta (Karl Hartl, 1931), una de las últimas maravillas de la UFA, sobre un supuesto aeropuerto flotante en medio del Atlántico.
La primera parada de la diáspora centroeuropea solía ser París. Para Lorre fue Londres. Aunque tenía serios problemas para hablar inglés, trabó amistad con Hitchcock y el Mago del suspense le confió el Abbott de la primera versión de El hombre que sabía demasiado (1934), el segundo de los grandes villanos de nuestro actor.
Ya en Estados Unidos, la Columbia, el estudio que le tenía bajo contrato, no encontraba papeles adecuados para su tipo, con lo que fue cedido a la Metro para que se pusiese a las órdenes de otro húngaro emigrado, el gran Karl Freund.
"Otra cosa es el sedimento que un personaje nipón debió de dejar en el subconsciente colectivo, esa misma entelequia en la que obraba el intérprete de su creación de M, en los años anteriores al ataque de Pearl Harbor"
Para su compatriota, Lorre incorporó al primero de sus científicos dementes, el doctor Gogol de Las manos de Orlac (1935). Segunda adaptación de la más célebre novela de Maurice Renard, la primera fue obra de Robert Wiene y estuvo protagonizada por Conrad Veidt. Eminente cirujano de rasgos asiáticos, Gogol está perdidamente enamorado de Yvonne Orlac (Frances Drake), la mujer de Stephen Orlac (Colin Clive), un pianista que acaba de perder las manos en un accidente. Cuando Yvonne pide a Gogol que le injerte unas nuevas, el mad doctor trazará un plan tremendo. De afanes tan antinaturales como las industrias del doctor Moreau de Wells o las del doctor Frankenstein de Shelley, Gogol se convierte en el tercero de la triada de científicos alucinados que en la pantalla se han visto.
Habida cuenta de la tortura interior que Lorre venía padeciendo desde que intentó exorcizarla con los psicodramas interpretados en los escenarios de Berlín y Zúrich, huelga decir que el Raskolnikov que incorporó en la versión de Crimen y castigo que Josef von Sternberg estrenó en el 35 consta en los anales. Tras una nueva colaboración con Hitchcock en El agente secreto (1936), donde recreó al mas socarrón de sus malotes, un general mejicano, llegó Mr Moto. Fue aquel un detective japonés de la Fox, que, junto al Charlie Chan, su homólogo chino, constituyó una pareja de investigadores orientales, cada uno con su propia saga, dentro del estudio. En su momento, la cosa debió de funcionar, dado que Lorre —quien probablemente aceptó el papel para marcar un mínimo de distancias con sus tradicionales malotes— permaneció un lustro atado a Mr Moto. Otra cosa es el sedimento que un personaje nipón debió de dejar en el subconsciente colectivo, esa misma entelequia en la que obraba el intérprete de su creación de M, en los años anteriores al ataque de Pearl Harbor.
"Ya en los años 50, con su carrera afectada por su toxicomanía tanto como por su cara de malo, Peter Lorre se parodió a sí mismo allí donde hizo falta"
En los cuarenta, mientras los nazis utilizaban su rostro para denunciar la pretendida maldad de los judíos en sus carteles antisemitas y la morfina iba dando a su voz —ronca desde siempre— un tono más grave delante de la cámara, Lorre daba vida a sus grandes villanos del cine negro clásico. A menudo en la linde de la pantalla de miedo, aquellos fueron títulos como El extraño del tercer piso (Boris Ingster, 1940), The Face Behind the Mask (Robert Florey, 1941) o La máscara de Dimitrios (Jean Negulesco, 1944).
Con todo, fue Arsénico por compasión (1943), la inolvidable comedia negra de Frank Capra —en la que Lorre recreaba al cirujano que se mueve junto a Jonathan Brewster (Raymond Massey) para hacerle la cara nueva siempre que la actividad criminal de su único paciente lo requiere—, la cinta que habría de anunciar esa parodia de sus grandes villanos y perversos que tan a menudo habría de interpretar Peter Lorre en la siguiente década. La bestia con cinco dedos (Robert Florey, 1946) fue su última gran película.
Ya en los años 50, con su carrera afectada por su toxicomanía tanto como por su cara de malo, Peter Lorre se parodió a sí mismo allí donde hizo falta. A veces le llamaban para figuraciones estelares en títulos en los que no aparecía acreditado. De su final cabe destacar sus trabajos para los grandes de la serie B.
Con Corman lo hizo en Historias de terror (1962) y El cuervo (1963), con Jacques Tourneur en La comedia de los terrores (1963).
Peter Lorre regresó a Alemania para dirigir El hombre perdido (1951). Gustó a la crítica, pero en la taquilla fue un completo fracaso. Murió súbitamente, de un golpe que se dio al caer desvanecido el día en que su tercera esposa le había citado para divorciarse.
Fuente: ZENDA LIBROS
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