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El hombre detrás de las máscaras


Fotografía promocional de El hombre lobo, con Pierce junto a Lon Chaney Jr.

Piensa en el monstruo de Frankenstein. Piensa en un hombre lobo. Y ahora en una momia. Son tres personajes que vienen de la literatura, de la tradición popular, o de la historia. A priori, cada persona que lea esto podría haber pensado en criaturas completamente dispares. Pero tú, al pensar en el monstruo de Frankenstein, lo has visualizado alto, con la frente ancha, el cráneo aplastado, y una raída chaqueta oscura; y al hombre lobo con la camisa desgarrada y toda la cara cubierta de pelo. Y la culpa es de Jack Pierce, un maquillador que convirtió sus creaciones en unos iconos que han calado en la cultura popular, y que ahora son inseparables de los propios personajes.


Janus Piccoulas nació en Valdetsyou, Grecia, en 1889. Antes de cumplir 20 años viajó a América con su familia, donde se cambió su nombre y apellidos, como tantos otros inmigrantes. Allí una de sus primeras actividades fue como jugador de béisbol, jugando de parador en corto. Participó en la liga amateur hasta que se vio obligado a tomar nuevos derroteros profesionales. En 1910 comenzó a trabajar en la incipiente industria cinematográfica. Fue actor y doble, pero poco a poco sus labores se fueron dirigiendo hacia el apartado técnico. Hasta que, inspirado por los trabajos de Lon Chaney, decidió centrarse en el maquillaje.




Su primer trabajo como maquillador (que sepamos, al menos. Hay que recordar que hablamos de una época en la que los títulos de crédito apenas recogían al director y los principales actores) llegó en 1925 con la bíblica El hijo pródigo. Pero fue en 1927 cuando Pierce comenzó a destapar sus verdaderas habilidades para la caracterización. En Habla el mono convirtió al actor Jacques Lernier en un simio parlante. Impresionado, Carl Laemmle, jefe de la Universal, decidió crear un departamento de maquillaje.


El año siguiente, en 1928, se estreno El hombre que ríe, la primera creación memorable de Pierce. Conrad Veidt encarnaba a Gwynplaine, un joven desfigurado por el rey para que siempre se ría. La caracterización de Pierce sirvió de clara inspiración para la creación del Joker, el archienemigo de Batman. Y al propio Pierce le confirmó como un nombre importante dentro de la Universal Pictures, entonces una productora pequeña que buscaba encontrar el punto de rentabilidad.


La suerte se puso de parte de Pierce cuando Carl Laemmle decidió dejar el estudio, al borde de la bancarrota, en manos de su hijo, Carl Laemmle Jr. Una de las primeras decisiones del nuevo director de la productora fue la de hacerse con un paquete de derechos de obras teatrales entre las que se encontraba la adaptación de Drácula. Se iniciaba así el dorado idilio de la Universal con el terror, que permitiría a Jack Pierce realizar sus trabajos más recordados.


Aunque no fue en Drácula cuando pudo lucirse. Aunque Pierce tenía algunas ideas para caracterizar al vampiro, Lugosi prefería algo más parecido al maquillaje con el que había trabajado en la obra de Broadway. La contribución de Pierce se quedó en un maquillaje grisáceo que acentuase su palidez en cámara. El rechazo del actor a los añadidos prostéticos provocaría su abandono de El doctor Frankenstein, película para la que llegó a ser anunciado, y para la que hizo pruebas de cámara y maquillaje.


La salida de Lugosi del proyecto supuso la llegada de Boris Karloff. El inglés quería poco más que trabajar, estaba ante una gran oportunidad, y llegó con mucha mejor predisposición a la silla de maquillaje, en la que tuvo que sentarse unas tres semanas para realizar numerosas pruebas con Pierce hasta encontrar el aspecto final del monstruo.


Éste se basó en los estudios que Jack había realizado sobre cadáveres. Estudió por ejemplo las formas que había quirúrgicamente de acceder al cerebro. Encontró seis, y pensó que el Dr. Frankenstein, que no era cirujano, optaría por la más sencilla: cortar la parte superior del cráneo. De este modo, al recolocar todo, quedaría la cabeza achatada que hoy todos conocemos. El color verde de la piel, por su parte, surge de tener que desechar el blanco cadavérico original por un gris verdoso que funcionase mejor en cámara.


Documentándose, Pierce leyó que los antiguos egipcios ataban las manos y pies de los criminales, de modo que al aguarse la sangre tras la muerte, las extremidades se hinchaban y alargaban, al igual que algunas facciones. Incorporó ese detalle a su caracterización, remarcándolo con ropas más cortas de lo que pedía la talla de Karloff, lo que también daba una mayor sensación de altura. Los bornes para inducir electricidad al cuerpo también resultaron ser un elemento icónico. Como la rigidez de movimientos, que Pierce sugirió basándose en el resultado de operaciones que se asemejaban a los experimentos de Frankenstein.


La mencionada paciencia de Karloff con el maquillaje fue más que necesaria cuando comenzó el rodaje. El rodaje comenzaba de mañana, lo que significaba que Karloff y Pierce, que necesitaba 5 horas para aplicar el maquillaje, debían comenzar a trabajar desde mitad de la madrugada.


Primero se colocaba la prótesis superior de la cabeza, y luego se iba moldeando el rostro con algodón, colodión y adhesivos. Ojo al colodión, una combinación de éter y alcohol altamente inflamable, porque en algunas fotos del proceso podemos ver a Karloff fumando un cigarrillo mientras Pierce le maquilla. Los poros se realizaban con capas de gasa. Todo un trabajo artesanal que al final del día necesitaba una hora más para ser retirado. Sin embargo, no fue el trabajo más extenuante al que se enfrentaron Pierce y Karloff.


Y es que el éxito de Frankenstein supuso la confirmación de que el camino de la Universal debía cimentarse en el terror. El año siguiente, Pierce volvió a crear un simio humano en El doble asesinato de la calle Morgue antes de encarar su siguiente gran creación: La momia. Como tal, el monstruo apenas aparece unos minutos al principio de la película, y las escenas se rodaron en algo menos de una semana. Pero las ocho horas que Pierce necesitó para realizar el inmortal maquillaje fueron toda una tortura para Karloff.


Al actor le cubrían la cabeza con capas de algodón y colodión, que terminaban por cubrirse con un capa de arcilla, que debían luego secar. Con eso finalizaban la cara, pero luego habían que aplicar 140 metros de venda envejecida en un horno sobre el cuerpo del actor. A diferencia del maquillaje de Frankenstein, éste no permitía a Karloff ninguna expresividad, aunque se desquitaría con las escenas como Ardath Bay, en las que el maquillaje de Pierce también está presente curtiendo la piel del actor para darle ese aspecto de personaje centenario.


Pierce participó en prácticamente todos los éxitos de la Universal de la época: La legión de los hombres sin alma, El caserón de las sombras, El hombre invisible, Satanás, El cuervo, El lobo humano… Aunque para su siguiente creación memorable nos vamos hasta 1935, cuando diseña a La novia de Frankenstein en la secuela del film que había llevado a Karloff a la fama.


Para la película, Pierce había mejorado el proceso de caracterización del monstruo, aunque éste se volvió a complicar cuando se decidió añadir al personaje las quemaduras sufridas durante el incendio de la primera película. Se enfrentaron nuevamente a 5 horas de maquillaje. Eso sí, Karloff renegoció en esta ocasión sus horarios, comenzando el maquillaje a las 7 de la mañana, y descansando sábados y domingos. Su caracterización de Elsa Lanchester fue su mayor aportación femenina al género, junto a La hija de Drácula.


La Universal cambió de dueños, y los nuevos propietarios pensaban que el género de terror estaba ya agotado. Pierce era respetado dentro de la compañía, y siguió trabajando como maquillador, pero en tareas más convencionales. Aunque pronto, un exitoso reestreno conjunto de Drácula y El doctor Frankenstein resucitó el interés de la Universal en los personajes. Así llegó La sombra de Frankenstein, en la que Pierce maquilló a Karloff por última vez como el monstruo, y en la que un Bela Lugosi con su carrera cuesta abajo tuvo que aceptar que Pierce le colocase varios de sus postizos para encarnar a Ygor.


Lugosi necesitaba un personaje memorable que le devolviese cierta gloria. Pierce no mostró ningún rencor con un actor con el que ya había trabajado varia veces después de su desencuentro en Drácula. Cambió su rostro con una espeluznante barba hecha con pelo de yak. Y le añadió una prótesis de caucho con la que simulaba su cuello roto. El actor acabó robándole el protagonismo a Karloff en el film.


El éxito de la película demandaba un nuevo monstruo para los productores. Llegó así El hombre lobo. Su caracterización hacía años que estaba planeada. Y es que se trataba de la que Pierce intentó realizar en El lobo humano, pero que el actor Henry Hull no quiso llevar porque ocultaba todos sus rasgos. Sí aceptó Lon Chaney Jr., que había firmado pocos años antes un contrato como nueva estrella de terror de la Universal.


Aunque esa firma no le hacía estar preparado para lo que le esperaba. Entre 4 y 6 horas para que Pierce colocase pelo de yak uno a uno para cubrir su rostro, a lo que había que sumar las garras. No es de extrañar, por tanto, que el monstruo llevase camisa: le hubiesen faltado horas al día para aplicar el maquillaje a cuerpo completo. Aunque no estuvieron lejos de ello cuando se rodó la transformación. Se comenzó a caracterizar a Chaney a las 2 de la mañana, para comenzar a rodar su muerte a las 7. Una vez en el suelo, se fijó al actor, con una cuña en su cabeza para no moverla y clavos en el suelo que marcasen cómo poner los dedos. Pierce retiró y volvió a colocar maquillaje 21 veces a lo largo de 22 horas, un poco menos cada vez, para simular el cambio de lobo a humano.



El éxito de El hombre lobo invitó a la Universal a lanzar nuevas secuelas en serie de sus éxitos. La siguiente sería El fantasma de Frankenstein, en la que Pierce volvió a maquillar a Lugosi como Ygor, pero en la que el papel de Karloff cayó en manos de Lon Chaney Jr. El actor era mucho menos paciente que Karloff con el maquillaje, a lo que no ayudaron las reacciones alérgicas al mismo. En un momento llegó a arrancárselo durante el rodaje, levantándose la piel de la frente.


Llegaron El hijo de Drácula, La mano de la momia, La zíngara y los monstruos, La mansión de Drácula, o su versión de El fantasma de la ópera que protagonizase Claude Rains. Las secuelas se fueron sucediendo, y con ellas se comenzaron a mezclar monstruos. El perfeccionismo de Pierce, que además insistía en realizar los maquillajes él mismo, se fueron convirtiendo en un problema para una productora que lo que quería era ahorrar costes y lanzar sus productos para un consumo rápido. A eso, se sumaba que el interés en los monstruos iba en claro descenso. Así que, tras su trabajo en La mujer lobo (1946), y con la fusión de Universal con International Pictures, se le mostraba la puerta de salida tras más de dos décadas creando monstruos para la Universal.



Un duro golpe para Pierce, que se veía fuera de las grandes producciones. Las grandes compañías valoraban más los rápidos trabajos con plásticos de los nuevos expertos en maquillaje. Pierce era reacio a usarlos, y sus métodos, dolorosos para los actores, habían quedado obsoletos. Comenzó entonces un período de dos décadas trabajando principalmente en pequeñas producciones de serie B, principalmente westerns, o la televisión. Al menos en estas producciones sí aparecía en los créditos. Aún pudo participar en alguna major como la versión de Juana de Arco que protagonizase Ingrid Bergman. Su último trabajo fue participar durante cuatro años en la serie televisiva Mr. Ed, un trabajo que le proporcionó el director Arthur Lubin, con quien trabajó en siete películas para la Universal, incluyendo la mencionada El fantasma de la ópera o la Viernes 13 de Lugosi y Karloff (no confundir con la saga de Jason Voorhees).


A los 75 años Pierce se retiró, para fallecer 4 años después, en 1968, debido a complicaciones de su uremia. Hollywood le había olvidado, y a su funeral acudieron apenas 24 personas, incluyendo algunos antiguos compañeros del departamento de maquillaje de la Universal. Pero desde entonces, su nombre ha ido logrando todo el reconocimiento a su trabajo que no tuvo en vida. En el 2003, el gremio de maquilladores de Hollywood le ofrecía un premio póstumo por toda su carrera, y ahora cualquier aficionado al terror conoce su nombre como lo que fue: el creador de los monstruos clásicos con los que todos hemos crecido.



Fuente: CINEFANTASTICO



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