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Drácula de Francis Ford Coppola, 32 años después



En el mismo año del centenario de ‘Nosferatu’ (1922), otra gran película de vampiros determinante para el subgénero y de indiscutible impacto cultural celebra aniversario redondo. Estrenada en los cines estadounidenses el 13 de noviembre de 1992, ‘Drácula de Bram Stoker’ fue la rompedora aproximación de Francis Ford Coppola al clásico gótico de 1897, una adaptación distanciada de las versiones cinematográficas previas que, entre otros hitos, logró cambiar la percepción de un personaje tan asentado en el imaginario popular como el del Conde Drácula, tanto a nivel temático, al hacer de él un antihéroe romántico capaz de pronunciar la frase “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, como a nivel estético. De este último apartado, el vestuario de la japonesa Eiko Ishioka (de cuyo trabajo se recuerda con frecuencia la asombrosa armadura muscular que Drácula luce en el prólogo, así como el atuendo rojo que porta en el castillo) o el maquillaje y peluquería de Michèle Burke tuvieron importante responsabilidad.


Aunque la incorporación del nombre de Bram Stoker al título ha generado, en cierta medida, la creencia de que se trata de la película que sigue más fielmente los acontecimientos de la novela original —en realidad, es un rasgo habitual de Coppola: en ‘El Padrino’ (1972) y ‘Legítima defensa’ (1997) también aparecen los nombres de los autores Mario Puzo y John Grisham acompañando al título—, el motivo en torno al que orbita la trama y que confirió una parte esencial de su identidad a esta adaptación no aparecía ni remotamente en el texto del escritor irlandés. Se trata de la historia de amor trágica que lleva a Drácula (Gary Oldman), en el siglo XV, a renegar de Dios y convertirse en un vampiro que guarda eterno luto a su amada, hasta que 400 años después observa que ella se ha reencarnado en una joven inglesa, Mina Murray (Winona Ryder), prometida de Jonathan Harker (Keanu Reeves), el huésped en el castillo de Transilvania que está preparando al Conde los papeles para instalarse en su nueva residencia de Londres. En el libro tampoco se vincula a Drácula con la figura histórica de Vlad III de Valaquia, como se plantea aquí.



La película logró un rotundo éxito internacional, con una recaudación de más de 200 millones de dólares, y batió el récord que entonces ostentaba ‘Regreso al futuro II’ (1989) como mejor estreno en un mes de noviembre en EE UU. De esta manera, conjuró los funestos pronósticos que le habían acompañado en la producción (por su excentricidad, las malas lenguas de Hollywood se referían al proyecto como ‘La hoguera de los vampiros’, en alusión a ‘La hoguera de las vanidades’, el enorme fracaso comercial de Brian de Palma de 1990) y los recuerdos de Vietnam de Coppola, que, en la mejor tradición de ‘Apocalypse Now’ (1979), venía de ver cómo el rodaje de ‘El Padrino III’ (1990) también se le iba de las manos y se afanó en ajustar su ‘Drácula’ al presupuesto previsto de 40 millones, entregar la película en el plazo acordado y rodar en estudio con la esperanza de tener mayor control del entorno.


El abandono de la imagen con la que el director Tod Browning inmortalizó a Bela Lugosi en su ‘Drácula’ (1931), con traje, capa y peinado hacia atrás con prominente pico de viuda, en favor de un estilo (en su estado rejuvenecido) más próximo al de una estrella de rock hedonista con el aura de Jim Morrison, fue una decisión simbólica pero no la más audaz que tomó el cineasta. En el apartado visual, con la ayuda del director de fotografía Michael Ballhaus, ‘Drácula de Bram Stoker’ destacaba en su convencida apuesta por una expresividad muy lejana a los códigos narrativos de su época.



Cada escena de la película tiene un diseño, una planificación y un montaje que evoca a soluciones formales del cine clásico (por ejemplo, proyecciones de rostros de personas en las que alguien está pensando, sobrepuestas en un lado del cuadro) pero también a la voluntad vanguardista de creación de lenguaje que la generación del Nuevo Hollywood, de la que Coppola fue punta de lanza, exhibió en sus momentos más ambiciosos. En este sentido, el uso de una intensa y colorida iluminación guiando el tono de la historia o los inestables decorados que, durante la acción, se desintegran y reconfiguran puede considerarse la revancha del director tras su vilipendiado experimento ‘Corazonada’ (1982).


La imagen vampírica



Más allá del aspecto que pudieran conferirle, el interés del director en llenar la película de efectos prácticos y trucos de cámara sin intervención digital tenía una justificación de discurso. En su adaptación, Coppola y el guionista James V. Hart aprovechan la coincidencia temporal de la ficción de Bram Stoker, situada en la última década del siglo XIX, con la invención del cinematógrafo,  aparato por el que el Conde Drácula, en su llegada a Londres, demuestra gran interés. Al fin y al cabo, no tiene nada de extraño que un vampiro se interese por un artefacto capaz de preservar intactas en el tiempo a las personas que se colocan frente a él, en movimiento, siempre con la misma edad. Ese deseo de permanecer es inherente a la puesta en escena, donde prescindir de tecnologías modernas y todavía en desarrollo significa, coherentemente, renunciar a elementos de naturaleza caduca.


La idea no es nueva: antes de Coppola, en España, el director Iván Zulueta reflexionó sobre el carácter fundamentalmente vampírico del cine en la misteriosa ‘Arrebato’ (1979), película muy ligada al concepto de ser absorbido placenteramente hacia una existencia abstracta y ajena a lo terrenal, aquí en relación con la heroína. Y después de Coppola, el paralelismo sería notablemente utilizado por E. Elias Merhige en ‘La sombra del vampiro’ (2000), una crónica falsa del rodaje de ‘Nosferatu’ que imagina al director alemán Friedrich Wilhelm Murnau obsesionado con esa forma de eternidad a través de las imágenes, y también con los opioides, presentes en el argumento.



La vía de interpretación de la novela de Bram Stoker como una historia analógica a la adicción a las drogas ha sido, de hecho, ampliamente explorada a lo largo de los años. La película de Coppola no aborda el tema de forma explícita, aunque la elección como protagonista de Gary Oldman, hasta entonces conocido, sobre todo, por su papel del malogrado Sid Vicious en ‘Sid y Nancy’ (1986), podría no tener nada de inocente.


Al hilo de la trascendencia, otro aspecto interesante de ‘Drácula de Bram Stoker’ es su condición de “Drácula de Dráculas”, una adaptación que integra en sí misma hallazgos de películas anteriores. De la apócrifa versión de Murnau y del ‘Vampyr, la bruja vampiro’ (1932) de Carl Theodor Dreyer hay una evidente huella, empezando por su pátina expresionista, pero también del ‘Drácula’ de Browning y Lugosi, del que repite diálogos textuales. El planteamiento establecido por ‘Nosferatu’, y perpetuado después, de que el personaje de Renfield (el paciente del manicomio) es un superior de Jonathan Harker que comenzó el acuerdo inmobiliario con Drácula y visitó antes el castillo de Transilvania también se conserva aquí; no así la regla de que la luz del sol fulmina a los vampiros, que no está ni en el libro de Bram Stoker ni en la película de Coppola. Y un préstamo menos obvio, reconocido por el director, es el del telefilme británico ‘Drácula’ de 1974, con guion del escritor Richard Matheson, que ya imaginaba a un Conde frustrado por la pérdida de su amada y al acecho de una mujer a quien considera su reencarnación.


Todo ello también conecta con los anhelos nostálgicos del Drácula interpretado por Gary Oldman, al que llegamos a ver vestido con un traje basado en 'El beso' (1907-08), el cuadro de Gustav Klimt que representa el intento de Apolo de poseer a la ninfa Dafne antes de que ella se convierta en laurel. Los intentos de restauración de un pasado romántico que es su Arcadia perdida y que desea hacer eterno son motor de la historia. Así, la primera interacción en las calles de Londres entre el Conde y Mina, en quien está seguro de ver a su fallecida Elisabeta, produce un impacto similar al que en ‘Vértigo (De entre los muertos)’ (1958) generaba la escena donde el personaje de James Stewart reconstruía al de Kim Novak según el recuerdo de la mujer que le obsesionaba. El verde fantasmal que envolvía a Novak en aquella película de Hitchcock es el mismo que irradia el traje que luce Winona Ryder en ese encuentro urbano.


Los muertos viajan deprisa


Al éxito de ‘Drácula de Bram Stoker’ le siguió, inevitablemente, una renovada ola de cine de vampiros. La influencia bidireccional más singular sería la de la autora Anne Rice: del mismo modo que sin sus superventas ‘Crónicas vampíricas’ (publicadas desde los años 70) la visión funesta, romántica y existencialista de la película de Coppola quizá no habría sido la misma, resulta difícil imaginar que un gran estudio hubiera aprobado antes la arriesgada adaptación de un libro como ‘Entrevista con el vampiro’ (1994), con Brad Pitt y Tom Cruise, sin un precedente de esta envergadura. Menos tendrían que ver estilísticamente ‘Abierto hasta el amanecer’ (1994) o ‘Un vampiro suelto en Brooklyn’ (1995); y mucho ‘Drácula, un muerto muy contento y feliz’ (1995), parodia directa de Mel Brooks con Leslie Nielsen recogiendo el testigo (y el peinado) de Gary Oldman.


El legado del ‘Drácula’ de Coppola también pasa por la reinserción en el canon de una desacomplejada carga erótica, hasta entonces más propia de películas de vampiros minoritarias o de explotación: todo lo soterrado y sugerente se materializa aquí sin apenas ambages, incluso con escenas de bestialismo. Parte del fondo religioso del libro parece conservarse en el tratamiento del personaje de Lucy Westenra (Sadie Frost), una “concubina de Satán” a ojos del doctor Abraham Van Helsing (Anthony Hopkins), a quien se presenta como mucho más liberada que otras mujeres de la época victoriana… y se ve sancionada narrativamente por ello.



Fuente: FOTOGRAMAS (ESPAÑA)

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