Un hombre mayor llevó al nieto de pesca. El sol del verano, junto con la larga marcha por la campiña, le provocó algo de sed. Le pidió al niño sostener la caña mientras lo aguardaba pero ni bien se dio la vuelta, este salió a toda prisa a mojarse los pies como si quisiera gastarle una chanza.
Apenas se llevó la botella a la boca, escuchó los terribles sollozos del pequeño, atrapado entre los brazos de una criatura espeluznante.
- ¡Espera! ¡Suéltalo! -gritó desesperado.
- Soy paciente. En extremo generoso. ¡Pero lo hecho, hecho está! ¡Debes pagar por tu imprudencia y descuido!
- ¡Te daré cuanto me pidas a cambio! -suplicó el anciano. ¡Si quieres, llévame a mí en su lugar! ¡No podría vivir sin él! -suplicó el anciano llorando.
La criatura hizo silencio. Poco después habló.
- Si en verdad lo amas como aseguras, luego de cierto tiempo lo dejaré volver, con la condición de no hablarle de lo sucedido hoy, ni volver a llevarlo jamás a ningún rio, lago o mar. Eso me ofendería muchísimo, además de hacértelo pagar -afirmó replegándose lentamente hacia las profundidades.
Desde ese momento, el anciano decidió permanecer al borde del río esperando el regreso del nieto. Debieron transcurrir seis días con sus noches, cuando agotadas las fuerzas, a punto de desistir por el hambre y la sed extrema, lo observó volver en silencio, cubierto de fango. Recogió agua de la botella para medio limpiarlo, evitando la proximidad de la orilla.
Luego de bañarse en la casa, comieron hasta caer rendidos de sueño. Desayunaron juntos a la mañana siguiente. El niño permanecía apático, sin parecer recordar los hechos. Hacía el mediodía, habló por primera vez.
- Abuelo. Quiero que me lleves de paseo.
- ¡Claro! -respondió efusivo ante la eventual recuperación. Mañana bien temprano, iremos al parque de diversiones.
El niño bajó la vista en dirección al plato.
- Hace mucho prometiste llevarme a otra parte -dijo.
- Siempre cumplo -reparó indiferente al untar la manteca con la tostada.
- Una vez me hablaste de ir juntos de pesca al lugar nadabas…
- ¡No! -gritó el anciano, perdiendo la calma de forma repentina. ¡A cualquier parte, menos ahí!
- Me lo dijiste tú -replicó el niño en voz baja, asustado.
- ¡Cállate! ¡Ya dije que no y si insistes, voy a darte una paliza! ¡Estás castigado! ¡Vete a tu cuarto y no salgas hasta la hora de la cena!
Entrada la noche, el anciano sintió remordimientos. Fue al cuarto. Estaba vacío. Buscó al niño por toda la casa. De pronto, un fuerte escalofrío le recorrió el cuerpo cuando tuvo la peor de las suposiciones. Se vistió de prisa para ir al río. Al abrir la puerta de calle, pudo suspirar aliviado.
-Perdón -exclamó el muchacho, temeroso de una feroz reprimenda. Nunca me habías gritado así.
El anciano lo abrazó, le sirvió la cena y lo acompañó al cuarto, donde lo arropó dentro de la cama muy conmovido. Le dio un beso en la frente.
- No sé en qué estaba pensando. Soy yo quien te debe una disculpa. ¿Me la podrás aceptar?
- Sí -fue la respuesta vacilante.
Cuando estaba por salir, el niño le repreguntó.
- Entonces; ¿de verdad querrás llevarme?
La sola idea de volver a ese maldito lugar lo aterraba, aunque prefirió mantener la compostura para no herirlo de nuevo.
- Ahora, descansa -le sugirió. Mañana hablaremos.
- Quiero ir a pescar contigo -insistió.
Pensó en darle una respuesta ambivalente con tal de dejar atrás ese día difícil, a la espera de que el niño olvidara el asunto a la brevedad.
- Está bien. Te llevaré al río apenas me sea posible.
- ¡Eso sí no te lo podré perdonar nunca! – exclamó con una intimidante voz profunda.
Apenas se había percatado el anciano, cuando aquel niño del cual no quedaba absolutamente nada comenzó a devorarlo, convertido en la misma especie de monstruo que había puesto a prueba a su abuelo.
Autor: CARLOS ALBERTO RICCHETTI
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