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La Maldición de la Bruja

  • Foto del escritor: TerrorTotal
    TerrorTotal
  • 11 ene
  • 5 Min. de lectura





El padre confrontó a la mujer, mientras su hija contemplaba absorta la terrible escena.

 

- ¿Y tú crees que así nomás podrás dejarme sin nada? -respondió iracunda, tomando la forma de un ser espeluznante.

 

Días atrás, el hombre había decidió trasladarse de la ciudad al campo a pedido de su flamante esposa, con la cual contrajo enlace poco después de enviudar de la madre de la niña. Pese a su gran belleza, solía maltratarla en ausencia del padre, aunque delante suyo se mostrara afectuosa. En realidad la odiaba. Le tenía celos, envidia y para quedarse con la fortuna amasada tras años de duro esfuerzo del hombre, a quien no amaba, nada mejor que la distancia para quitarla del medio.


En cierta ocasión logró convencer al marido de viajar lejos, a comprarle unos lujosos vestidos del lugar donde fueron de luna de miel. Apenas echó el cerrojo, se dirigió al cuarto de la niña.

 

     - Oye tú, perezosa. Deja ya de encerrarte a jugar. Ve a lo de mi hermana mayor, tu tía Úrsula, a pedirle lo que acordamos. 

 

La pequeña se sentía triste. Veía al padre demasiado feliz junto a la madrasta y se rehusaba a hablar, para no romperle el corazón. Luego de caminar el largo trecho sollozando, llamó a la puerta de una cabaña desvencijada.

 

     - Buenos días. ¿Eres mi tía? -preguntó asustada al ver a la horrible vieja?

     - Sí. Soy la hermana de tu nueva madre -fue la respuesta desdeñosa.

     - Me dijo de traerte este paquete. No me explicó qué hay dentro.

     - Eso no es asunto tuyo. Pasa. Espérame allí sentada, sin hablar ni hacer nada. Regreso enseguida.

 

La vio marcharse, subiendo por la escalera. El tiempo transcurría interminable. De pronto, la vieja gritó.

 

     - Niña. ¿Sigues allí?

     - Sí, tía.

     - Te pedí no hablar. Ya bajo.

 

Más tarde, ocurrió igual.

 

     - ¿Continúas allí? -pareció preguntar la vieja desde arriba.

     - Así es.

     - ¿Eres estúpida o qué? No hables más

     - Está bien. Lo prometo.

     - Basta. Cállate de una vez.

 

Pasaron casi cinco horas. La niña estaba aburrida, cansada. Decidió subir a espiar porqué tardaba tanto. Lo visto la aterrorizó. La anciana no paraba de gritar: “Sigues allí”, salpicando una de las camisas del padre con la sangre del tejón decapitado sobre la mesa de madera. En su lugar, el espejo de la habitación reflejaba la imagen de la madrasta que al advertir su presencia, la delató.

 

     - Debiste quedarte donde te dije. Ahora deberás morir, como tu padre cuando se ponga la camisa.

 

La niña tenía miedo, pero actuó rápido. Corrió. Tomó la prensa, antes de huir del lugar de inmediato. Al correr por el bosque, miró atrás. La vieja se había convertido en gárgola, volando tras ella. Cuando estaba por atraparla, el grueso tronco del árbol contiguo le cayó encima, aplastándola contra el suelo. “Vuelve rápido a la casa”, le susurró una cálida y familiar voz a la cual le pareció reconocer.

 

 

 

De regreso, escuchó la voz del padre en la cocina

 

   - Debí volver. A mitad de camino descubrí haber dejado olvidados los papeles del auto.

   - Papá.

   - Hija. ¿Qué te sucede? ¿Por qué estás tan asustada? Estás despeinada. Tienes golpes en las piernas, además de muchos raspones.

 

La madrasta contemplaba la escena sentada, con gesto adusto. El padre la buscó con la mirada.

 

     - ¿Cómo pudo pasar semejante cosa? ¿Dónde estabas tú en ese momento?

     - Debe haberse lastimado jugando afuera -respondió tajante, desentendiéndose de la situación.

 

El hombre se puso furioso.

 

     - ¿Estás todo el día en la casa, pero sin embargo eres incapaz de ponerle cuidado a la niña? -exclamó molesto.

     - Fue al momento de empezar a preparar la comida para cuando llegaras. Jamás nadie me hablo de esa manera -contestó llena de indignación.

     - Eres una mentirosa -gritó la niña cansada de tantas injusticias.

     - No voy a admitir sea puesta en duda mi palabra, ni me falten el respeto.

     - Papá. Me mando a llevarle a una tal tía Úrsula tu camisa para hacerle brujería y mueras cuando la uses.

     - Que yo sepa, nunca mencionaste tener familia -aseguró el hombre consternado.

     - Es mi hermana mayor. Hacía años no se comunicaba conmigo hasta la semana anterior a mudarnos.

     - Nunca la habías mencionado.

     - No es cierto -volvió a decir la niña a viva voz. Era ella disfrazada. Me hubiera matado, si no le caía el árbol. Di la verdad.

     - Hijita. Se que extrañas a mamá pero eso no puede ser cierto -agregó tratando de poner paños fríos a la situación.

    

La madrasta rompió en llanto.

 

     - Siempre la traté bien, como si hubiera nacido de mí. Hace esto porque me detesta y recién ahora te vienes a enterar. ¿No te das cuenta? Lo sé hace tiempo. Cometí el error de decírtelo recién ahora, pero ya no puedo más. Siempre quiso separarnos, cuando lo único que quise fue tener una familia propia al lado del hombre a quien amo con todo el corazón -intentó victimizarse.

     - Cálmate. Hazme el favor -dijo el hombre a secas, tomando en sus manos la camisa. Vamos a dar por terminada esta tontería sin sentido.

     - Pero papá…

     - Silencio -censuró el hombre. Si nada de lo dicho es cierto, demuéstrale a la niña su error al ponerte la camisa así sea abierta.

     - ¿Qué dices? -contestó pálida la mujer. ¿Acaso debo someterme a los deseos de esta maleducada?

     - Por favor, deja de ofender a la niña -insistió el padre extendiéndole la prenda. No necesitas abotonarla. Con ponértela en los hombros alcanzará.

 

Asustada, la mujer se puso de pie. Retrocedió, dejando ver la espalda desnuda desde la parte trasera del vestido roto. El suelo quedó regado de astillas.

 

El padre dejó entrever una sonrisa suspicaz.

 

     - Amor. ¿Será no la quieres usar por grueso corte que tienes sobre el enorme moretón, entre los omóplatos? -deslizó con ironía

     - Fue por el árbol -bramó la niña, comprobada la evidencia.

 

Súbitamente, la camisa comenzó a arder. El hombre reparó en el hecho. Luego la observó a los ojos.

 

     -Lárgate de aquí, maldita. Empacaré tus cosas y te las enviaré donde digas. Pero no deseo verte un minuto más en esta casa ni mucho menos, cerca de mi hija.

 

La cara de la madrasta dejó entrever la suma de la ira contenida.

 

     - Todo es culpa tuya, chiquilla imbécil. Ambos pagarán bien caro cuanto me acaban de hacer.

     - Fuera- ordenó el hombre arrojándole el anillo de bodas al rostro. Ya vete.

     - ¿Y tú crees que así nomás podrás dejarme sin nada? -deslizó la mujer, transformándose en una horrible bruja.

 

Cuando alzó el brazo, la niña salió despedida contra el grueso placar de roble. El golpe la dejó inconsciente. Lanzó un conjuro riendo, a carcajadas para incendiar la casa y con la otra mano, comprimió al padre sobre la pared sin darle oportunidad.

 

Estuvo a punto de matarlo, pero una extraña luz brillante la hizo rodar. La niña iba recuperando el sentido. Llegó a ver el espíritu de la difunta madre luchando con la bruja, antes de volver a desmayarse.

 

 

 

Al recuperarse, el padre la sostenía en brazos. A escasos metros, yacía el cuerpo de lo que parecía la silueta irreconocible de una mujer calcinada. Los bomberos apagaban la conflagración. Cerca de allí, hacía acto de presencia la patrulla policial que los había solicitado.

 

     - Me salvaste la vida -lloraba el padre de felicidad. Dime. ¿Cómo hizo una niñita tan pequeña para rescatarme?

 

Tardo unos momentos en contestar.

 

     - No fui yo, sino mamá

     - ¡Hijita! -le respondió, abrazándola fuerte.

 

Sólo la niña pudo ver el rostro de la madre sonreír, alejándose hasta desaparecer.



Cuento* de:

CARLOS ALBERTO RICCHETTI


*Todos los derechos reservados




      

 

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